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Clásico

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

El Cristo de las Batallas


 

La iglesia de Nuestra Señora de la Anunciación, la Capilla de Mosén Rubí, recoge la historia de Ávila escrita en piedra, el acervo secular abulense, artístico y también devocional. María de Herrera, hija de los señores de Velada, aún doliéndose de su viudedad, la fundaba en 1512 como lugar sagrado de reposo de los restos de su marido Andrés Vázquez Dávila y de los suyos propios. Y por paradojas del destino, el lugar dejará durmiente el recuerdo de sus creadores y acabará conociéndose popularmente con el nombre de su sobrino Mosén Rubí de Bracamonte, señor de Fuente el Sol y patrono de la fundación.

Ávila, singular e insondable, es esquiva a ser descrita en pocas palabras, y ese edificio da buena prueba de ello: conviven estilos del último gótico y el renacimiento, tras una fachada de intrigante simbología. Regala al espectador el típico perlado abulense, la construcción en sillería de granito berroqueño y la maravillosa bóveda nervada, en el veteado "caleño" emblemático de la tierra. Con toda justicia por lo que alcanza a la vista fue declarado Bien de Interés Cultural en 1983.

Pero a él subyace mucho más, invisible al ojo, que llama directamente al corazón. Dolor, heroísmo, generosidad, que desde el pasado aún resuenan en ecos de vigencia eterna. Allí mismo fue velado Diego de Bracamonte, ejecutado en la plaza del Mercado Chico el 17 de febrero de 1592 por encabezar la rebelión abulense contra el pago de una tasa impuesta por Felipe II. Allí estuvo sepultada Amparo Illana al fallecer en 2001 hasta su traslado al claustro de la catedral junto a su esposo, Adolfo Suárez, en 2014. Comunidad, ancestros, concordia, palpitan entre esas paredes.

La Semana Santa supone recoger el testigo de tantas personas tantos años con distintas voces, edades y circunstancias, todas proclamando un mismo mensaje, el más poderoso y esperanzador de la Humanidad. Desde hace cinco siglos que Ávila inició las celebraciones penitenciales, millares de abulenses, generación tras generación, han configurado una tradición que emana de su creencia más honda, y han aunado esfuerzos para preservarla, engrandeciéndola para pasar un legado cada vez más sólido a sus descendientes. Todo ello ha confluido en el orgulloso hito que cumple ahora justo 10 años, lograr para la Semana Santa abulense el reconocimiento de Interés Turístico Internacional.

Durante 10 días, procesiones fascinantes en su diversidad recorren Ávila envueltas en el patrimonio de la ciudad, la descubren, la embellecen, la ensalzan, permiten mirarla a otra luz. Es una Semana Santa fértil, viva, rica en contrastes, entre la seriedad y sobriedad castellanas del Cristo de las Batallas y la exuberante belleza y alegría de La Esperanza. Imágenes y grupos escultóricos, variados en estilo, época, autoría y temática; concebidas en Ávila, en urbes vecinas como Madrid o lugares alejados como Olot, Sevilla, Murcia o Córdoba; ideas originales o réplicas de artistas emblemáticos como Francisco Salzillo; piezas orgullosas de la firma de su hacedor o que ignoran la identidad de éste; de talleres de imagineros de siglos pretéritos o del presente.

El Miércoles Santo, el Santísimo Cristo de las Batallas es llevado en procesión por su Hermandad. Procesionan sus dos icónicas imágenes, la moderna y la antigua. La nueva parte de la iglesia de San Pedro a las 11 de la noche y la antigua, un Nazareno que acompañaba a los Reyes Católicos en sus campañas y de ahí su advocación, abandona la capilla de Mosén Rubí de Bracamonte pocas horas después, a las 2 de la madrugada del ya Jueves Santo.

En febrero de 1952 le nacía a Ávila una hija llamada a perpetuarla: la Hermandad del Santísimo Cristo de las Batallas, de origen castrense, con sede en la Capilla de Mosén Rubí, hoy hermanada con su homónima de Cáceres. Y en la noche del Miércoles Santo de ese año de 1952 por vez primera la procesión del Cristo de las Batallas se incorporaba a la Semana Santa abulense: brotaba desde su iglesia a llenar de fervor y recogimiento las calles de la ciudad, abriendo la comitiva tres caballos, seguidos de dos filas de hermanos con tres cruces negras portadas a hombros, entre el resplandor de las modestas velas y los sonidos sobrecogedores de esquilas, tambores y trompetas, en su austera llamada al silencio penitencial.

Una pequeña imagen de apenas 60 cm. para poder ser transportada por los monarcas a sus contiendas, un busto de Cristo con la cruz a cuestas, camino del Calvario, refulgía desde su baldaquino dorado un siglo posterior, rebosando oleadas de historia y costumbre como si fuera un coloso. Su material podría parecer humilde, simple terracota, pero el Génesis dice que Dios modeló al hombre de arcilla y el Evangelio, que Cristo curó con barro la ceguera al invidente de Siloé. Posiblemente fuera obra del taller del magnífico escultor florentino Lucca de la Robbia hacia 1450, adquirida por la Corona de Aragón para la dote de los esponsales del católico rey Fernando con la reina Isabel. 

Y se transmite de generación en generación la historia del prodigio de esa imagen: viendo a los ejércitos encomendarse por usanza en la antesala del combate al Apóstol Santiago, les habló el mismísimo Santo Cristo, con estas palabras: "No es necesario otro socorro, estoy yo aquí". Y, como rúbrica perenne del milagro, quedó desde ese momento entreabierta la boca de la imagen.

Según la tradición, los Reyes Católicos confiaron la pieza en 1571 a sor María de Santo Domingo, priora de las monjas dominicas del convento de La Magdalena, en la localidad abulense de Aldeanueva de Santa Cruz. Allí vio la imagen Pascual Madoz cuando visitó el lugar a mediados del siglo XIX para elaborar su Diccionario Geográfico, resaltando que se había salvado de un incendio, en lo que algunos vieron la intercesión de la providencia. Pero poco después, en 1866, cayendo en decadencia el convento, las religiosas de Santo Domingo se trasladaban a Ávila, trayendo consigo la preciada imagen al Convento de Mosén Rubí, que lo custodia actualmente en el oratorio privado de las Madres, sin estar al culto público.

En su procesión, uno de los pocos momentos al año en que se puede ver esta exigua talla, el Santísimo Cristo de las Batallas luce al cuello un cordón rojo, similar al que llevan los penitentes, entre los que despierta honda fe. En tiempos recios en que las madres dominicas expusieron al Cristo, los feligreses pasaban pañuelos por la imagen, tras lo que las religiosas crearon un cordón fino, color 'rojo batallas', para ser portado por los devotos como protección.

En su primera década, la Hermandad del Cristo de las Batallas fue creciendo y consolidándose, saliendo ininterrumpidamente en procesión cada Miércoles Santo. Tras esos primeros diez años, el Cabildo Menor o Junta directiva propuso al Cabildo Mayor crear otra imagen del de Santísimo Cristo de las Batallas: la pequeña era poco visible en el conjunto de la procesión y la fragilidad de su material de barro corría riesgo de deterioro en los traslados. Se encargó la nueva escultura al imaginero y hermano cofrade, Plácido Martín San Pedro: una talla de madera de cuerpo entero, de 2,15 metros de altura, que representa a Cristo camino del Calvario, bendecida hace ahora seis décadas por el obispo Santos Moro Briz, el 8 de marzo de 1963, en la iglesia de San Pedro.  

Quedando la imagen expuesta al culto en esa iglesia, se mudó a ella la sede de la Hermandad. El Miércoles Santo de ese año la Procesión salió de San Pedro cambiando el recorrido tradicional, con la nueva talla del Santísimo Cristo de las Batallas en su paso adornado con flores rojas que resaltan como latidos en el negro de la sobria escena del desfile procesional. 

En 1987, la primitiva imagen del Cristo de las Batallas volvía a la Semana Santa abulense, para júbilo de tantos devotos, incorporándose ambas imágenes a la misma procesión. A partir de 1989, la pequeña pieza sale en solitario en la procesión de la Madrugada del Jueves Santo, saliendo de Mosén Rubí tras el heraldo de la enorme cruz de guía roja del escudo de la Hermandad, para recorrer el casco histórico de la ciudad y luego volver a su origen. La acompañan los cofrades de la Hermandad, una de las más numerosas de Ávila, vestidos con túnica y capirote negro, cíngulo de esparto y zapatos negros. Las varas de los anderos del Cristo de las Batallas repican rítmicamente como si quisieran horadar la médula de la ciudad milenaria. No en vano el escudo de Ávila, con el rey niño asomando del ábside de la catedral, se muestra en el mismo centro de la cruz emblema de la Hermandad de cuya constitución se han cumplido no hace mucho 70 años, efemérides que honró Felipe VI aceptando el nombramiento de Hermano Mayor de Honor.

Fría la noche y gélido el adoquinado para los pies descalzos de algunos penitentes, pero ardiente, como el fuego de las teas encendidas que llevan los cofrades, el corazón en carne viva, acelerado por el lamento del cornetín y del tambor destemplado que llaman a convertirse, y el crujir doliente del suelo al rozarse con el arrastre de grandiosas cruces, como las que se clavaron en el Gólgota, en un silencio de sinceridad desnuda que se diría atronador. Rojas cruces sobre el negro pecho de los penitentes, sangre del Salvador vertida por todos. Un año más añadiéndose a un ritual centenario. Es el Cristo de las Batallas, de esas que las interiores son siempre las más poderosas.

 

 

Fotografías: Gabriela Torregrosa