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Clásico

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

El Catafalco que quiso vivir


 

Cada noviembre, mes de difuntos por antonomasia, la población de La Torre de Esteban Hambrán, a apenas 50 km al norte de Toledo, la capital de su provincia, exhibe en su iglesia parroquial, bajo la advocación de Santa María Magdalena, una joya patrimonial única, recuperada y restaurada, que fue creada en 1753, posiblemente por un maestro artesano llamado Luís Cosón, afincado en la cercana población de Cebolla, por encargo de la Cofradía de las Ánimas Benditas: un catafalco que quienes lo han visto, guardan para siempre en su memoria.

Levantado sobre uno anterior de 1579, es un armazón de madera en forma de medio hexágono, a guisa de pirámide escalonada, que habla con intensidad a todo aquel que a él se acerca: le narra esa costumbre tan barroca de celebrar exequias en el interior de los templos, ubicando a quien era llorado sobre una imponente y artística estructura, elevada varios metros del suelo, logrando indefectiblemente el efecto teatral de sobrecoger e impactar al espectador, seña de identidad típica de una época contrarreformista de culto a la sobreactuación y las apariencias, aunque la versión definitiva del entramado se efectuase cuando ya clareaba el resplandor del Siglo de las Luces.

Un momento histórico en que, si el personaje era muy relevante, como un monarca, se construía con celeridad un monumental catafalco ad hoc para acompañar su ritual de tránsito a la eternidad. Un proceder muy alejado al actual, cuando la práctica ya ha caído en desuso. Esta obra de arte toledana es desmontable, permite guardarse para ser reutilizada en siguientes ocasiones. Esa cualidad estuvo a punto de hacerla desaparecer, pues fue almacenada y empolvada durante siglos bajo capas de olvido, y solo ha vuelto a salir a la luz para ser puesta en valor en épocas recientes.

En el entablamento, el tema del Memento Mori, la muerte omnipresente con su halo de estremecedor misterio y su condición para el creyente de puerta a la auténtica vida, se expresa gráficamente por medio de un detallado programa iconográfico: una colección de pinturas que lo adornan, en colores oscuros y solemnes (negros, dorados...), cual si se tratase de un gigantesco catecismo para cuya intelección no se requiere saber de letras, ni siquiera pensar mucho, pues solo contemplarlo ya espolea las emociones y acelera el corazón, aunque también está aderezado con breves máximas rimadas de contenido doctrinal, que mueven a reflexiones del tenor de "Vanidad de vanidades, todo vanidad". El reverso de los lienzos aún conserva las pinturas primitivas del siglo XVI.

Los cinco niveles del armazón relatan el proceso al que todo hombre, por el mero hecho de serlo, está llamado a someterse un día, por ley divina: la muerte, el juicio del Altísimo, y tras su veredicto, el destino perpetuo, ya sea al cielo o al infierno, aunque este máximo castigo no aparece en las estampas del bastidor, que concluye en sus alturas rubricado por un mensaje de esperanza. Entre las 30 figuras emanadas del pincel del autor, muchas poseen ojos grandes, abiertos sobre cuencas vacías, como si estuvieran espantadas de su situación, transmitiendo idéntico sobresalto a las miradas que en ellos se posan.

El estrato a ras del suelo refleja la tierra y la muerte, reparando en que alcanza inmisericorde hasta a los más poderosos: emperadores, reyes, nobles, papas, cardenales, arzobispos, obispos... que se representan como esqueletos descarnados, vistiendo sus pomposos atuendos que ahora resultan ridículos e inútiles. Como en las danzas de la muerte, la parca se constituye en el mecanismo que en verdad iguala socialmente a todos, para el que no existe escapatoria posible, por mucho poder humano que se acumule en la dignidad que se ocupe.

Los dos niveles siguientes muestran, respectivamente, a la Virgen del Carmen y a dos San Francisco, de Paula y de Asís, intercediendo para salvar almas del purgatorio; el tratamiento de estos personajes es diferente, ya no son huesos informes sino criaturas que, participando de la salvación, gozan del esplendor de la carne gloriosa. El cuarto expone un alma accediendo al Paraíso, y el que corona la composición incide gráficamente en lo efímero de la existencia, con dos plañideras enlutadas asiendo sendas calaveras, un esqueleto con guadaña y otro con un reloj de arena, y rematado el conjunto por una figura de mujer que simboliza el alma resucitada y sobre ella, una cruz.

Y así, este catafalco de La Torre de Esteban Hambrán, a base de siglos siendo testigo privilegiado de las conmovidas expresiones de miles de personas de sucesivas generaciones, todas ellas observándolo impresionadas por su tétrico recordatorio de la inevitabilidad de la muerte, y latiendo mientras tanto en su pecho las ansias de vivir, se ha contagiado de sus ganas de pervivencia y ha logrado ser indultado para la posteridad, paradójicamente librándose del infausto sino de la muerte que pregona, un raro privilegiado que ha conjurado su sentencia y alcanzado la inmortalidad, entre tantos otros túmulos equivalentes que antaño fueron y ya no existen ni en la memoria, ellos y a quienes un día sostuvieron.

Cada noviembre el ensamblaje se monta y se despliega ante los ojos ávidos, volviendo a ser desmantelado en cuanto clarea la llegada del Adviento. El resto del año, el catafalco y sus visitantes quedan recogidos a merced de sus propias meditaciones, citándose mutuamente para un nuevo encuentro, que siempre sabe a poco.

 

 

Fotografías: Gabriela Torregrosa