Dos centenares largos de habitantes conforman el padrón de Aldeaseca, una población incardinada en la comarca abulense de La Moraña: esa llanura que llega hasta el límite del infinito que alcanza la vista, coloreada de amarillo por el cereal, una suerte de oro que brota de las entrañas del campo y que, movido por el viento, semeja el incesante oleaje de un enorme mar encallado en tierra firme. Al caer la tarde, el dorado ocaso se confunde con el tono de los trigales, y el sol, a guisa de capataz que cuida primorosamente de sus dominios, se retira silencioso a reposar hasta la jornada siguiente.
Muchas más almas latieron aquí en tiempos pasados de mayor riqueza demográfica, cuando dentro de la Tierra de Arévalo, Aldeaseca formaba parte del Sexmo de Aceral, aquel que se reunía en Nava de Arévalo. Los pájaros aún atesoran memoria de ello y se la transfieren entre sí en sus trinos cuando se enseñorean de estos parajes, ignorando quizá que su ancestral colonización les ha granjeado un título de propiedad, pues el término municipal alberga la Zona de Especial Protección para las Aves de Tierra de Campiñas.
En consonancia con el esplendor de este entorno natural genuino, y a pesar de su pequeño tamaño, Aldeaseca cuenta con una preciosa iglesia cobijada bajo la advocación de su patrón, San Miguel Arcángel, quien, junto a las espigas, hace su aparición desde 2006 en el escudo heráldico de la población, en una pose que recuerda a su imagen en la parroquia de su titularidad.
El templo, de tres naves, está dotado de una imponente torre mudéjar, el estilo singular y propio de su zona geográfica. Su parte inferior es medieval, mientras que la superior proviene de un momento constructivo muy posterior. La torre ha sabido mimetizarse con el pueblo y proveer a sus necesidades en cada período histórico: en lapsos de conflictos bélicos, proporcionando una privilegiada atalaya para vigilancia y un espacio donde procurarse refugio; y en etapas de paz, mutándose en el campanario cuya voz alerta de peligros, concita al culto y anuncia nacimientos y decesos. Un testigo de excepción del devenir de los acontecimientos humanos que afectan al caserío circundante.
Adentrarse en el inmueble religioso flanqueando el dintel del sencillo pórtico de acceso causa auténtico impacto en el espectador, por no esperarse un interior tan ricamente ornamentado, a juzgar por su exterior de apariencia sobria y materiales humildes, como tapial y ladrillo.
De cinco retablos barrocos puede presumir el monumento. Los cuatro menores están consagrados, respectivamente, a Nuestra Señora del Rosario (que da nombre a la Residencia de Mayores de la localidad, y en cuyo honor se celebra la 'Fiesta Chica' cada 2 de julio), San José, San Antonio de Padua y la Asunción. En la cabecera, reformada en los siglos XV-XVI, está ubicado el central, presidido por la figura del arcángel a quien está dedicada la iglesia, que se presenta venciendo al maligno, en todo su poder y majestad; y a ambos lados de él se sitúan dos obispos, uno de ellos San Blas. San Miguel recorre las calles llevado en andas por los aldeasecanos el día de su fiesta.
Una vez dentro de la iglesia, volver la mirada hacia las alturas es un ejercicio que impresiona: las bóvedas y la cúpula lucen unas hermosas yeserías de motivos geométricos y vegetales del siglo XVIII, con figuras de ángeles, y las cuatro pechinas están decoradas con las esculturas de Nuestra Señora y tres evangelistas (Juan es el que falta para completar el tetramorfos). Es una profusión de barroquismo elegante y no recargado en exceso, que envuelve por entero. Su estado de conservación es bueno por haber sido objeto de una restauración finalizada en noviembre de 1999.
La sacristía guarda un cuadro de la Virgen de la Portería, una estampa muy semejante a la de su famosa homónima que se venera desde hace tres siglos en el convento franciscano de San Antonio en Ávila, donde cuenta con su propia capilla.
Aldeaseca también deposita su fervor en el Cristo del Prado, hondamente arraigado a la identidad de la localidad, y que da nombre a la Asociación de Mujeres. La imagen se halla en una ermita coronada por una espadaña, junto al cementerio, a las afueras, y protagoniza una tradición oral que se transmite de generación en generación.
Cuenta esa historia que en plena invasión napoleónica, a principios del siglo XIX, Aldeaseca se preparaba valientemente para hacer frente, con sus exiguos medios, al inminente paso de las poderosas tropas francesas, que estaban causando estragos por doquier. Pero cuando vislumbraron al ejército galo apareciendo, el temor se trocó en alivio y se maravillaron al comprobar que los soldados no parecían ver el pueblo: a sus ojos, inexplicablemente, no existía. Lo atribuyeron a la intervención divina.
Pronto llegaron noticias de que el contingente invasor la había emprendido con el lugar limítrofe de Santa María de Ubeque, apenas a un kilómetro de distancia hacia el este. Los hombres de Aldeaseca se dirigieron allí a ayudar a sus vecinos, pero ya solo hallaron un panorama desolador de muerte y destrucción. El único edificio que quedaba en pie era la iglesia, aunque el interior había sido quemado y las imágenes reducidas a cenizas. Todas, menos una: una valiosa talla de un crucificado, el Santo Cristo del Prado, que había sido preservado de la debacle. Entreviendo en ello un designio celestial, los hombres lo llevaron hasta Aldeaseca.
A partir de ese momento, sobrevino otro suceso incomprensible: los campos dejaron de dar frutos. Los lugareños comenzaron a intuir que la razón podría ser su acción de desarraigar el Cristo, que de ese modo mostraba su inequívoco apego a la tierra vecina y su voluntad de permanecer en ella.
Así fue cómo el Cristo del Prado fue llevado de vuelta a su ermita de origen, lo que de inmediato fue seguido por una abundante cosecha. Y hasta el día de hoy, el Cristo solo abandona su emplazamiento cada año durante las dos semanas de mayo comprendidas desde San Segundo hasta San Isidro (del 2 al 15), día festivo en que los niños más pequeños de Aldeaseca, aquellos menores de dos años de edad, se suben en sus andas. El día 2, en procesión, el Crucificado se traslada de su ermita a la iglesia, y el 15, igualmente procesionando, emprende el camino opuesto, custodiado en el recorrido por las tallas de San Segundo y San Isidro, los santos que se conmemoran respectivamente en ambas fechas, aunque una vez culmine el último trayecto y dejen al Cristo en la ermita, ambos retornen a la iglesia parroquial.
La actual figura del Cristo está sufragada por suscripción popular, ya que la antigua fue sustraída hace varias décadas, sin haber dado fruto todas las pesquisas emprendidas para recuperarla. La cruz primitiva, vacía, se conserva en la iglesia parroquial, como si fuera un heraldo de la resurrección. Pero su desnudez es sobradamente elocuente: muchos en el pueblo aún acarician el sueño de volver a recobrar aquel Crucificado original a quien incontables antepasados suyos elevaron sus plegarias. Una fotografía enmarcada en una pared del templo recuerda, desde la austeridad de sus colores blanco y negro, como en un luto hondamente sentido, la imborrable fisonomía de un Cristo, ahora clavado ya no en un madero, sino en la memoria y el corazón.
Fotografías: Gabriela Torregrosa