Es el autor del gol más importante de la historia del fútbol español. Los aficionados al deporte rey difícilmente olvidaremos el 11 de julio de 2010. Todos nosotros recordamos dónde y con quién estábamos en aquel minuto 116 de la prórroga de la final de la Copa del Mundo de Sudáfrica, cuando Iniesta hizo posible el sueño deportivo de un país. Menudo momentazo de alegría colectiva.
Andrés Iniesta, uno de los mejores jugadores del fútbol patrio, cuelga las botas. En los próximos días se despedirá oficialmente en una comparecencia ante los medios de comunicación. A sus 40 años se retira del fútbol profesional, tras su última etapa en las ligas de Japón y de Emiratos Árabes. Lo ha ganado todo, un Mundial, dos Eurocopas, cuatro Champions League, nueve Ligas... Tan sólo tuve la ocasión de verlo una vez en directo, en el desaparecido Estado Vicente Calderón. Cuatro o cinco detalles con el balón pegado al pie fueron suficientes...
Sin un físico portentoso, alejado de tatuajes, piercings y modas pasajeras de cortes de pelo o de vestuario, con su demostrada timidez, su tono bajo de voz y esa cara de buena gente, en el campo se convertía en un extraterrestre, un trilero de la pelota, un jugador de videojuego, un talento por el que merecía pagar la entrada para ir a un estadio. Le aplaudían en todos los recintos deportivos, con alguna penosa excepción, que ni merece la pena reseñar. Pasará a la historia por méritos propios.
Andrés, aquel niño de Fuentealbilla (Albacete) que con 12 años tuvo que dejar a su familia para integrarse en las categorías inferiores del Barcelona porque los ojeadores habían visto que había material y que podría optar a un gran porvenir en el fútbol, que lo pasó fatal los primeros años lejos de casa, se convirtió con el tiempo en un admirado personaje público, en un enorme deportista, un mago del balón, un ejemplo para las nuevas generaciones.
Como todos los artistas de este deporte, recibió un sinfín de patadas y alguna que otra entrada casi delictiva, pero casi nunca se le vio en episodios de violencia o en busca de venganzas postreras, con o sin balón. Un señor en el campo y fuera de él, una especie de futbolista en extinción, nada dado al teatro que tanto se percibe en los terrenos de juego españoles. Sin estridencias, siempre intentando mantenerse apartado de las polémicas, tan habituales en el fútbol.
Por si no fuera suficiente ser un gran deportista y una buena persona, llama la atención el valor que demostró al hablar en público de una profunda depresión por la que pasó cuando estaba en la cima de su carrera en el Barcelona. Visibilizó que también los futbolistas, pese a la fama, el dinero o las efímeras glorias deportivas, pueden sufrir una de las enfermedades más escondidas de la sociedad. Hasta para eso ha sido un ejemplo.
Desde que fichó por equipos de nombres extraños en lejanos países, le echamos de menos quienes disfrutamos viendo un partido de fútbol. La edad no perdona y ahora se retira. Espero que siga vinculado al balompié, en cualquiera de sus versiones. Seguro que ofertas no le van a faltar porque su imagen es toda una marca en sí misma.
A estas alturas de la vida, uno ya sabe que la felicidad se encuentra en momentos puntuales. Sin duda, uno de ellos fue para muchos aquel 11 de julio de 2010, nunca había visto a tanta gente en este país, incluso a los que detestan el fútbol, disfrutar de aquel instante. Todo gracias a unos tíos, con la camiseta roja de España y en pantalón corto, corriendo hasta la extenuación detrás de una pelota y gracias a que uno de ellos acertó a meterla entre los tres palos...
Tal y como gritó desaforado José Antonio Camacho durante la trasmisión televisiva, al contemplar aquel gol: "Iniesta de mi vida…". Que la vida te trate bien en tu nueva etapa, Don Andrés Iniesta Luján.