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Clásico

SpeaKers Corner

Por Andrés Miguel

Nos sobran las fronteras


Mi lugar favorito en la ciudad, ese que nunca olvido enseñar a las visitas, el tesoro escondido que invito a descubrir a cuantos me acompañan y al que me gustar volver periódicamente. Los de Pucela lo conocemos como el Viejo Coso y, cuando me adentro en sus entrañas, siento que el tiempo se detiene y una especie de paz, como una avalancha suave y persistente, como una niebla invernal, lo inunda todo, todo lo absorbe; el Viejo Coso, una meritoria construcción octogonal a pocos metros de otra joya arquitectónica, el renacentista palacio de Fabio Nelli, se levantó hacia el año 1.833 y fue la primera plaza de toros de nuestra ciudad, ofreciendo espectáculos taurinos durante más de 50 años. La construcción de una nueva plaza de toros en el Paseo de Zorrilla hacia 1.890, con mayor cabida y comodidades, provocó su abandono y su reutilización, años después, como cuartel de la Guardia Civil y, posteriormente, como edificio de viviendas, manteniendo su fachada de ladrillo y los dos pisos de balconcillos, en hierro y madera, que caracterizaban aquella primera plaza de toros y que tanto nos gusta observar, que tanto anhelo compartir.

Y es que hay lugares escondidos en las ciudades, joyas ocultas en la naturaleza, parajes insondables, nacidos de la mano del hombre o sin su intercesión, que simplemente desconocemos o que, por sus características, no nos resulta fácil hallar, perdiendo, en ese tránsito, la posibilidad de disfrutar de ellos, de su contemplación o de su influencia. En otras ocasiones, no es su intrincada ubicación o su alejamiento lo que nos impide experimentar las vibraciones de un lugar o de sus gentes, sino sus fronteras.

Viajando he comprobado que, en ocasiones, la frontera ha sido marcada por el curso de un río o por la inquebrantable masa de una cordillera, sin embargo, las más de las veces, ha sido dibujada a lápiz, tiempo atrás, sobre un mapa, o a sangre y fuego sobre un terreno. Muchas veces he cruzado una frontera y no podido distinguir la diferencia entre los dos países que sus enormes vallas separaban; mismos paisajes, mismo río, mismos negocios, idénticos miedos, parejos comportamientos... signo inequívoco de lo arbitrario y erróneo de esa diferenciación que acaba separando a las personas, alejando capacidades, arruinando posibilidades.

En el país en el que habito la obsesión por las fronteras viene de antiguo; con el correr de los tiempos se dibujaron, en su interior, diecisiete de ellas, supuestamente históricas. Desde entonces hasta ahora, lo que fue un acuerdo de convivencia viene convirtiéndose en una batalla por la independencia, por la diferenciación y el alejamiento.

En esa batalla nos estamos perdiendo la capacidad que unidos tenemos de hacernos mejores, de servir al bien común, de alcanzar juntos metas de progreso que, por separado, unos alcanzarán y otros no. No veo la razón de hacerlo. No la encuentro ni desde lo político, ni desde lo humano. No puedo entender la fuerza con la que la sinrazón segregacionista se ha insertado en buena parte de la población y puja por ser dominante; siento que lo que debería iluminar nuestras acciones es el deseo de cooperación, de asociación, de empuje conjunto, de manera que, persiguiendo el deseo de bien común, lleguemos a realizar nuestros propios sueños esos que, por nuestra sola cuenta, resultan tan extremadamente difíciles de conseguir a veces.

Constituye una lamentable pérdida que hoy las fronteras entre nosotros sean aún más altas que hace 50 años y no nos demos cuenta de que, al permitirlas, al apoyarlas, estamos socavando, sin vuelta atrás, nuestras pocas opciones de disfrutar de un futuro saludable para todos. Digo para todos. Resultará irreparable que levantemos muros en lugar de derribarlos. De igual modo, salvando las distancias, sería inadecuado ocultar la joya del Viejo Coso y convertirla en la pasión de sólo unos pocos.